La Quietud esencial de su Pintura.

 

 

Es muy posible que la obra que María Antonieta Laviada presenta en ésta página vaya a constituir para el público asturiano la revelación de una pintora– ahora, cuando sin embargo tantos años lleva ya en el arte – capaz de crear una de las pinturas de la realidad más sugestivas y personales de cuantas actualmente se hacen en Asturias.

¿Cuál puede ser la causa de que se haya demorado tanto lo que puede ser el reconocimiento pleno de la obra de esta pintora de la que por otra parte tenemos noticia desde hace más de dos décadas?. Es posible considerar varias razones, aún asumiendo la posibilidad de error que en ello exista. Una, que María Antonieta Laviada ( y el mismo nombre, Antonieta en vez de Antonia puede ser un hándicap, recuerdo que la pintora Sofía Reina lo sufría) ha tenido una trayectoria discontínua muy irregular en sus exposiciones: muestras individuales, en salas no siempre convenientes, como también algunas colectivas, y sin catálogos rigurosos, prueba de ello es que hace casi diez años que no expone en Asturias. Otra razón puede ser que en su producción se ha interferido en importante medida la temática del paisaje tradicional asturiano, en buena parte debido a su admiración por Casariego y a su formación y parentesco, era sobrina suya, con Cesar Pola. Eso, con independencia de la calidad que estas obras pudieran alcanzar, ha hecho que a menudo fuera considerada como “continuadora del paisaje convencional” lo que, aunque fuera dicho sin ánimo peyorativo, quizá le ha impedido insistir y profundizar más en otro tipo de pintura con el que sin duda ha alcanzado mayor entidad y personalidad plástica. Y finalmente, una tercera razón, posiblemente la más importante, es el hecho de que sea ahora, fruto de una mayor disciplina, rigor y continuidad en el trabajo, cuando ha alcanzado la madurez en su obra.

Lo que mejor ha pintado siempre María Antonieta Laviada son las marinas. Y aquí hay que tomar también precauciones porque el tema, por si mismo y por las dificultades que entraña, ha dado lugar a muchos amaneramientos, singularmente en la pintura femenina, que han influido en el desprestigio de la temática. Pero sucede que las marinas han permitido a esta pintora poner de manifiesto sus mejores facultades técnicas, su canon pictórico y el mayor aliento de su creatividad artística. Algo que podemos resumir en el afán de construir plásticamente la realidad partiendo de un cuidadoso estudio previo de sus líneas esenciales de forma y composición, y la minuciosa atención de los volúmenes, valores inspirados en el cubismo, y luego incorporando en la plasmación de esa realidad un genuino ingrediente de enigmático hieratismo, de cierta frialdad metafísica, que presta a la imagen una solemne inmutabilidad en su estructura. Esto se puede ver en las marinas, pero también está presente en otras piezas de mucho interés, como por ejemplo los cuadros de montañas nevadas que se pueden ver en estás galerías, en su luz, en su atmósfera, en la solidificada y deslumbrante cristalización de los blancos, o también, sin ir más lejos, en la pintura de una gallo que camina, con incongruencia de ambiente, entre volúmenes grisazulados, y tiene la precisión alucinatoria de un bodegón de Morandi.


Esta facultad que María Antonieta Laviada tiene para la “quietud congelada” no es de ahora. A ella hacía referencia el que suscribe ya en los años ochenta en más de una ocasión, aunque luego fueron esos años pasando y, en su devenir, fueron escaseando las noticias sobre esta artista de la que solo tenía noticia ocasional y fragmentada, pese a lo cual nunca dejé de recordar la capacidad de extrañamiento de su pintura, que es una circunstancia específicamente moderna y una de las causas que han hecho posible el renovado interés por los realismos, antes condenados, en nuestro tiempo.

Pero ahora, con mayor madurez y plenitud en el dominio de los recursos plásticos, María Antonieta Laviada consigue con más perfección e intensidad eso que pudiéramos llamar quietud esencial y de lo que no estoy nada seguro de que la propia artista sea consciente, ni lo pretenda, lo que ha menudo sucede. Es algo que nace de una rara complicidad entre las magnitudes del espacio y el tiempo y que quizá se pueda uno explicar mejor en la representación de esas olas que constituyen el motivo más recurrente de su pintura, no por casualidad. En la formación de la ola, María Antonieta Laviada consigue la expresión paradójica de un estatismo plásticamente modelado que registra la forma al tiempo que sugiere la acción, el movimiento inminente, de esa energía contenida. La representación coincide con el momento fugaz en el que la naturaleza ha creado la ola, un instante suspendido, congelado en el tiempo, de tal modo que la propia inmovilidad de la ola en formación plantea una tensión que enfatiza la acción inminente que se va a desarrollar a continuación y que producirá la liberación de la forma porque, en su estatismo, no estaba el movimiento anulado sino contenido. Hay una tensión entre la naturaleza viva y la naturaleza muerta, entre lo líquido y lo sólido, que hace de estas obras tanto imagen expresiva de una realidad como artificio plástico bien construido, a fin de cuentas una de las razones de ser de la pintura.

Otros motivos de interés, como las pinturas de barcos, con la limpidez de su luz y sus atmósfera y la precisión en la descripción de la forma y la aplicación del color, pero también con las mismas sensaciones de silenciosa latencia, congelada instantaneidad, o como la serie de pinturas sobre papel, torbellino de luces y colores fruto de diversidad de técnicas, cercanas a la abstracción impresionista, algo turnerianas y de indudable atractivo. Con todo María Antonieta Laviada nos depara una grata sorpresa.



Rubén Suárez